César Romero
En buena parte del planeta, lo peor de la crisis apenas comienza. Sin embargo, lo que hemos vivido desde los últimos días del año pasado nos permite vislumbrar algunas primeras lecciones e, incluso, oportunidades.
Sin un orden preciso, o jerarquización, aquí una parte de mi primera lectura:
El avance en el campo de la salud es indudable. Un siglo atrás, cuando la población mundial era de 1,800 millones, la Spanish Flu provocó la muerte a decenas de millones —quizá más de 50 millones— e infectó a una tercera parte de la humanidad.
Ahora que somos 7,800 millones de seres humanos, el recuento del primer cuatrimestre de pandemia apenas supera los dos millones de contagiados y poco más de 137 mil muertos. Son muchos y sin duda serán más, ¿pero superar el 2 por ciento de la población? Hoy parece imposible.
Más allá de la diferencia genética entre la influenza de entonces y el coronavirus de hoy, debería resultar evidente que las condiciones de higiene y conocimiento básico sobre los cuidados necesarios para prevenir la enfermedad ahora son mucho mayores que cuando aún se utilizaban las sanguijuelas y el caldo de pollo como “remedios”.
Por supuesto que lo anterior no minimiza la aberración de que en el inicio de la tercera década del tercer milenio casi 1,000 millones de personas deberán enfrentar el problema sin acceso a la infraestructura básica de higiene y salud: agua corriente y drenaje. Y que muchísimas más no podrán obtener el equipo médico indispensable que necesitarán para respirar.
Al final de cuentas, estos son otros tiempos y aunque seguimos sin encontrar una cura contra los virus, contamos con más y mejores herramientas para enfrentarlos.
La globalización es mucho más que una moda. Más allá de la evidente estupidez de pretender detener un virus 10 veces más pequeño que el grosor de un cabello con muros de concreto y metal o cerrando fronteras, la actual crisis es, en sí misma, una demostración del alcance del nivel de interacción y el contacto entre quienes habitamos este planeta.
El hecho de que haya más de 200 países y territorios con registro de contagios de una enfermedad que, por lo que sabemos, surgió hace menos de medio año en una provincia localizada en el sur-centro de China, debería ser suficiente para reconocer que, en muchos sentidos, la especie humana forma parte de una misma comunidad.
A pesar de lo que pregona la retórica populista, la economía es global. Y aunque la migración internacional es todavía menor al 5 por ciento de la población, debería ser claro que el aislamiento total es imposible.
La propia cacofonía de la respuesta mediática en la gran mayoría de los países es una muestra más de que, en términos generales, la fórmula ante el problema es la misma para todos: 1) extremar medidas de higiene, 2) procurar el autoaislamiento y 3) rezar por el milagro de la multiplicación de los ventiladores pulmonares.
Los humanos seguimos siendo muy frágiles. Para quienes decidimos depositar nuestro pensamiento religioso en el asombroso avance de la ciencia y la tecnología de la última generación, tanto el aumento de la población mundial como la extensión de expectativa de vida de las personas, son señales bastante claras de que nos movemos hacia adelante.
El brutal deterioro del medio ambiente y la (casi) inimaginable brecha entre el top 1% de los más ricos y poderosos y el resto de nosotros, parecían ser los dos grandes desafíos de nuestro tiempo… hasta que una circunstancia desconocida y probablemente fortuita provocó una mutación molecular en un virus presente dentro de un animal extraño llamado pangolín (que no murciélago) lograra infectar a los seres humanos.
Entre la realeza, los jefes de Estado, las élites con acceso a los viajes internacionales, en cuestión de semanas, “el virus de China” se diseminó por todos lados. Y cuando el registro de muertos llegó a 1,000, la Organización Mundial de la Salud (OMS) —que en mucho es un buen membrete de la burocracia internacional—, decidió darle un nombre propio: “Corona virus disease” (COVID-19).
Todas y todos podemos enfermarnos. La canciller Angela Merkel fue la primera mandataria en asegurar que, tarde o temprano, un 70 por ciento de la población alemana terminará por infectarse. No me queda claro el por qué, pero esa sola declaración aplanó mi entusiasmo por la próxima exploración a Marte, los autos que vuelan o el home office.
Los gobiernos y las macroeconomías están sobrevaluados. Confrontados con un dilema existencial, el desplome de los mercados financieros y el inminente tsunami económico global, de alguna forma parecen menos aterradores.
Incluso, los exabruptos digitales del presidente Trump, quien un día niega el problema, al otro cierra fronteras y poco después —cuando Estados Unidos es el epicentro del brote de contagios—, promete una inminente vuelta a la normalidad, tienen menos sentido que de costumbre.
Cuando el mensaje de la cautela es tan poderoso como ahora —tanto que suele mutar en miedo, pánico e histeria de un momento a otro—, pareciera más claro que nunca que en “la realidad-real”, las personas de carne y hueso deberemos enfrentar por nosotros mismos la mayor parte de esta situación.
En México, como en la mayoría de los países del mundo, la mayor parte de la economía ocurre dentro del llamado sector informal. Además, son más quienes viven al día que quienes cuentan con un ingreso seguro. En ese contexto, la acalorada discusión mediática sobre si el “rescate económico” debe expresarse en apoyos directos de papá-gobierno a más de 100 millones de personas, o mediante sofisticados subsidios a las grandes empresas, tampoco parece demasiado relevante.
Al final del día es mucho más lo que depende de cada uno de nosotros. El mundo posCOVID-19 se definirá por lo que hagamos o dejemos de hacer como individuos, familias y comunidades; la nueva realidad la determinarán nuestro sentido de solidaridad y nuestros valores y no la prédica de los dueños del micrófono.